EL PLACER DE NO FUMAR
Muchos psicoterapeutas han escrito sobre la paradoja del cambio. A veces, mientras más empeño se pone en él más parece alejarse, porque todo intento deliberado de cambio puede despertar una resistencia de igual magnitud. Cuando nos decimos, por ejemplo, que nunca más volveremos a fumar podemos despertar un tipo de ansiedad o un sentimiento de pérdida anticipada que nos provoca más ganas de fumar. Hasta que no cede esa resistencia no se produce el cambio y entonces parece que ocurre por si sólo. El truco es avanzar sin despertar nuestras defensas, a nuestro ritmo, lo más agradablemente posible, consolidando cada paso y confiando en que nuestra naturaleza actuará a nuestro favor y no en nuestra contra. En definitiva se trata de seguir la máxima sobre la promoción de la salud que propone “hacer más fáciles las opciones más sanas”.
Por eso cuando mi médico me recomendó un cambio de hábitos para reforzar mi decisión de dejar de fumar lo primero que hice fue localizar varios circuitos urbanos agradables a la vista y lo más alejados posible de la contaminación. El parque, el río, el barrio histórico peatonal y los jardines adyacentes ofrecían buenas perspectivas.
Comencé por no fumar una hora antes y una hora después de la caminata o del trote al que sometía a mi desacostumbrado cuerpo. Hacía algunos estiramientos antes de empezar y al terminar. Durante el ejercicio respiraba profundamente como si quisiera limpiarme. Después comía fruta. Eso me permitió sustituir una de mis comidas habituales, de modo que antes de abandonar el tabaco ya había comenzado a adelgazar y a respirar mejor.
Me había propuesto convertir mis cambios de hábitos en un placer. Sin autoimposiciones – desconfío de la dictadura de la razón-, ni sentimientos de culpa –desconfío del sufrimiento inútil. Quería conquistar la meta por etapas, sin prisas y sin recaídas que me hicieran sentir el amargo sabor del fracaso. Programa de baja exigencia y alto disfrute me repetía cada día.
Uno de los prejuicios que más me costó superar fue el de qué iba a hacer durante la hora y media de ejercicio en soledad. Seguro que me aburro. Al principio llené ese tiempo con música o incluso con un curso de inglés grabado en mi MP4, hasta que descubrí que yo no era tan mala compañía. Me acordé de Machado, de lo importante que es conversar con uno mismo.
Me dediqué a repasar cosas sobre las que quería pensar y no encontraba tiempo durante el día, aprendí a escribir mentalmente, recordé detalles y personas que no veía desde hacía algún tiempo. Cuando se lleva corriendo o marchando un buen rato la mente funciona de otra manera. Las preocupaciones ordinarias dejan paso a otras figuras y a otros paisajes. Algunos las llaman visualizaciones, yo creo que se trata simplemente de nuestra imaginación que despierta de su letargo.
Una trampa importante era la de las responsabilidades ¿Cómo podía dedicarle tanto tiempo a una actividad con las obligaciones que tenía y eludir el pinchazo de culpa que acompaña a la insidiosa pregunta? Tuve que recomponer mis prioridades y mi escala de valores. Es verdad que si uno se concede dos horas al día para cuidarse las cosas pueden cambiar. Las respiración, el nuevo ritmo, el placer de la vista durante el paseo, beber con auténtica sed, saborear una fruta con un paladar recuperado, concederme tiempo, acostarme cansado físicamente y no agotado de estrés, premiarme por los pequeños logros terminaron por transformarme más allá de lo que esperaba inicialmente.
Otro descubrimiento fue el concepto de círculo virtuoso. Raro es el día que no se oye hablar de algún círculo vicioso en el que estemos metidos, pero también existe –ahora lo sé- una especie de espiral positiva. Las dos horas que dedicaba a mi nueva vida se convirtieron en el epicentro de una fuerza que poco a poco fue alcanzando al resto de las horas del día… y de la noche.
No sólo dejé de fumar, también cambió mi punto de vista y la forma de tomarme las cosas de la vida. No hay nada misterioso en ello, a veces basta con hacer una pausa y respirar. Quizá lo que ocurre es que los superdesarrollados occidentales nos hemos vuelto existencialmente conservadores e ideológicamente deterministas, hemos dejado de creer que nuestra vida nos pertenece y podemos conducirla en la dirección que nos parezca más razonable y placentera.
Sólo creemos en la lucha por el triunfo económico, laboral y de estatus, pero esa búsqueda implica un estilo de vida que deja muchas cosas atrás en su constante huída hacia delante.
ALFONSO RAMÍREZ DE ARELLANO ESPADERO
PSICÓLOGO CLÍNICO, SPDA (HUELVA)
VICEPRESIDENTE FUNDACIÓN ATENEA